sábado, enero 27, 2007

MI QUERIDO LACTEO


HOY MI QUERIDO LACTEO ME ENVIO ESTE CORREO, LA VERDAD NO SE QUIEN ESCRIBIO TAN HERMOSAS PALABRAS, PERO LE AGRADEZCO QUE ME LAS ENVIARA. TQM AMIGUIS.

Yo no sé si usted llegó a mi vida con la misión expresa de rescatarme de la guillotina inminente, pero es cierto que su llegada me salvó de escoger entre la muerte y la locura.
La locura: una cárcel distante cuyas puertas son tanto más nítidas cuanto menos uno se resigna a vivir en el horror. La locura no brota como una súbita infección en el cerebro. La locura es aquella enfermedad que sólo nos amenaza cuando ya sus uñas se han alojado en las entrañas, de modo que pelear contra ella es también despedazarnos el vientre, oprimirnos los pulmones, perder el miedo a la muerte como se pierden la inocencia y el amor.
El amor es un bien que no he perdido. Cuando entre las condiciones que se le ponen al amor se halla la correspondencia de quien se ama, y en realidad tampoco puede hallarse ninguna otra porque se ha decidido amar incondicionalmente, el amor, que por su propia vehemencia vive más allá de posesiones tan irrelevantes como el bienestar y la cordura, sólo puede perderse con la vida. No he muerto, luego amo.
Amo a una mujer a la que no conozco, y tal vez a ello se deba que no puedo cesar de contemplarla cada vez que la ausencia del mundo me brinda el anestésico de la soledad. Sé que esa mujer existe, podría dibujar la fachada de la casa donde vive y pienso, porque así aún lo quiero, que ocupo un lugar en su memoria; pero a mí la memoria no me ha servido sino para frenar mis pasos, atar mis ojos al interior de los párpados y proyectar en ellos la película más obsesiva del mundo: Dalila.
Dalila es un nombre que no tiene cuerpo. Dalila es la palabra que a diario me visita pero jamás se queda a dormir. Dalila son seis letras formadas por cuchillos. Dalila es el principio de la música y el fin de la plegaria. Dalila es ese nombre que un día escribí en los muros de la casa de Dios; desde entonces acaricio su textura, tal como otros recorren con manos, boca y ojos a sus mujeres. Dalila se pronuncia degollando la lengua, y luego acariciándola. Es el nombre que tuve que inventar para ocultar al otro: el innombrable, aquél que sepulté para ya no decirlo ni pensarlo ni escribirlo. Y si hoy abandono mi juramento y escribo ese nombre en el sobre donde habrán de viajar moribundas de miedo estas palabras, lo hago con el solo propósito de que lleguen hasta usted, aunque con la secreta esperanza de que jamás lo logren. Quiero pedirle perdón por mi atrevimiento, por mi cobardía y por cada una de las debilidades que con seguridad me hacen indigno de habitar sus recuerdos. Pero antes de narrarle una historia que es más suya que mía, debo también pedir perdón por ella, por Dalila.


Dalila es usted.